Estamos en el año 1863, en la ciudad de Hamburgo, más exactamente en la casa del profesor Lidenbrock, donde éste vive con su sobrino Axel, su ahijada Graüben y Marthe, la criada. Axel y Graüben se aman.
El profesor Lidenbrock, además de bibliófilo y políglota, es experto en mineralogía y geología. Acaba de adquirir un antiguo libro islandés que esconde un pergamino escrito por el célebre alquimista del siglo XVI, Arne Saknussemm.
El valioso pergamino está escrito en clave y el profesor no logra descifrarlo. Un día, su sobrino Axel, manipulando el documento, descubre por azar el secreto: si se desciende por un cráter del volcán Sneffels de Islandia se llega al centro mismo de la tierra. Una vez conocido el secreto, el profesor prepara todo lo necesario para emprender esa arriesgada aventura en beneficio de la ciencia.
Durante ese día, los proveedores de instrumentos de física, de armas y de aparatos eléctricos se habían multiplicado. La buena de Marthe perdía la cabeza.
―¿Acaso el señor se ha vuelto loco? ―me dijo.
Le contesté con un gesto afirmativo.
―¿Lo lleva a usted con él?
La misma afirmación.
―¿A dónde? ―preguntó.
Le indiqué con el dedo el centro de la Tierra.
―¿A la bodega? ―exclamó la vieja sirvienta.
―No ―dije al fin―, ¡más abajo!
Llegó la noche; no era consciente del tiempo que había transcurrido.
―Hasta mañana ―dijo mi tío―, salimos a las seis en punto.
A las diez caí en mi cama como un peso inerte. Durante la noche volvieron a asaltarme mis temores. ¡La pasé soñando con simas! Era presa del delirio.
Me levanté a las cinco, roto de cansancio y de emoción. Bajé al salón, donde estaba mi tío sentado a la mesa. Devoraba. Lo observé con un sentimiento de horror, pero Graüben estaba allí, así que no dije nada. No pude ni comer.
A las cinco y media, se oyeron unas ruedas en la calle. Un amplio coche llegaba para conducirnos a la estación de ferrocarril de Altona. Pronto se vio atestado con los paquetes de mi tío.
―¿Y tu maleta? ―me preguntó.
―Está lista ―respondí, desfalleciendo.
―¡Pues date prisa en bajarla o nos harás perder el tren!
Luchar contra mi destino me pareció entonces imposible. Subí a mi habitación y, dejando que la maleta se deslizara por los escalones, me lancé detrás.
En ese momento, mi tío volvía a dejar solemnemente a Graüben “las riendas” de su casa. Mi bella islandesa conservaba su calma habitual. Besó a su tutor, pero no pudo contener una lágrima al rozar mi mejilla con sus dulces labios.
―¡Graüben! ―exclamé.
―Ve, mi querido Axel, ve ―me dijo ella―, dejas a tu prometida, pero encontrarás a tu esposa cuando regreses.
Estreché a Graüben entre mis brazos, y tomé asiento en el coche. Marthe y la joven, en el umbral de la puerta, nos lanzaban un último adiós; después, los dos caballos, instigados por el silbido del conductor, se lanzaron al galope camino de Altona.
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Traducción de María Esnoz (coordinadora de "Julio Verne 1828-1905. A los cien años de su muerte").
Texto acortado